La Leyenda de Enrique Gran. Francisco Nieva (2004)
Texto recogido en el libro “El hacedor de sueños”, publicado con motivo de las exposiciones homenaje a Enrique Gran. Centro Cultural Caja Cantabria, Santander, 2005. Palacio de Caja Cantabria, Santillana del Mar, Cantabria, 2005. Centro de Estudios Lebaniegos (Iglesia de San Vicente), Potes, Cantabria, 2005.
Publicado en el periódico LA RAZÓN, domingo 12 de diciembre de 2004.
LA LEYENDA DE ENRIQUE GRAN
Francisco Nieva. Miembro de la Real Academia de la Lengua. Texto extraído del libro “El hacedor de sueños”, publicado con motivo de las exposiciones homenaje a Enrique Gran. Centro Cultural Caja Cantabria, Santander. 2005 Palacio de Caja Cantabria, Santillana del Mar, Cantabria, 2005 Centro de Estudios Lebaniegos (Iglesia de San Vicente), Potes, Cantabria, 2005. ¿Ha sido Enrique Gran la figura más enigmática y romántica de su grupo y hasta de su tiempo? Es seguro que sí. Antes conocí sus pinturas que, a él, y aquéllas me hicieron una seria impresión. ¿En qué sentido se las podría calificar de abstractas o de ilusionistas, de materialistas o de visionarias? Se veían relieves y sombras de una veracidad fotográfica.
Se diría que de una fotografía visionaria. Sugerían como enormes derrumbes cósmicos, entre avalanchas de luz; visiones aéreas, en picado, como si las mirase desde lo alto un divino “creador” sin freno y sin piedad, que se complaciera en producir toda una sucesión de cataclismos deslumbrantes, cada uno de diferente sentido, ambiente y color. Vemos volar a la materia, vemos rizarse torbellinos de todas clases y extenderse auroras y anocheceres, nieblas y tormentas, con un realismo inexplicable y mágico, como si los viéramos “en verdad”. Este “parecerse a…” lo hizo sospechoso para la crítica del informalismo radical y la ruptura programada, que sólo aspiraba a que Tàpies le marcara un chirlo, bien acuchillado, en su sensibilidad de argamasa. Por el contrario, esto hubiera entusiasmado a Víctor Hugo, hubiera entusiasmado a Baudelaire… Y por eso mismo, por falta de cultura y sensibilidad real, la crítica española de su momento no reconoció enteramente su gran papel, el de un romántico del siglo XX, un caso especial, el retratista o paisajista metafísico de un Apocalipsis contemplativo y sin dolor.
Estas pinturas se presentan como instantáneas de la máxima revolución telúrica, antes de aparecer el hombre o después de haber desaparecido. En soledad y en un silencio siempre estremecedor. Se daba también la circunstancia de que, aquel curioso visionario de nuestro tiempo, fuera un muchacho de lo más apuesto y atractivo –el héroe pintor arbolando una viril ingenuidad y un agudo psiquismo. Un personaje casi novelesco, un don Juan afable y caviloso, lleno de una grande y compleja vida interior. Resultaba altamente gratificante convivir y conversar con él. Nada lo demuestra mejor que la secuencia de una película, ya histórica, que lo inmortalizó en su mejor momento de melancolía y afabilidad. ¡Qué presencia la suya, qué seguridad de auténtico “divo” frente a la cámara! Esta película es El sol del membrillo, en la que intervino como interlocutor de Antonio López.
Era como si el director, Víctor Erice, hubiera contratado aposta al mejor actor de Hollywood para ese papel –absolutamente conmovedor y expresivo– y para una de las mejores escenas de este film, tan lleno de hallazgos y de emociones sordas y agudas. Ahí tenemos a Enrique Gran, ahí lo tenemos para siempre fijo, siempre presente y vivo en él. Así me lo quisiera encontrar de nuevo. Llevó una vida de pintor incansable y alucinado por su propia voluntad de alucinación. Carecía por completo de sentido práctico. Sus magníficas pinturas se hubieran podido cotizar muy alto, de haberse él mismo promocionado mejor, y aún puede que lo sean con el tiempo, cuando se destaque debidamente su valor y significación, no se perderán esas pinturas; pero él parecía vivir en otro mundo, como encerrado en un gran fanal, en el que siempre se estuviera produciendo un rutilante caos. Y él sonreía, sonreía siempre… Pero como en un cuento romántico –un cuento de Balzac– la moneda tenía un revés.
El día que lo visité en su estudio, me alarmé. No podía explicármelo, no tenía parangón con nada, era demencial aquello que vi. Se lo comuniqué a Antonio López. –“¿Qué pasa con Enrique Gran? Algo le está ocurriendo, que no sabemos lo que es. Parece que no tiene freno, no deja de pintar, pinta constantemente y sin descanso, se está atando; el estudio está lleno de cuadros, lleno a rebosar; lo van arrinconando materialmente, van a ahogarlo, lo están ahogando y parece imposible vivir allí. ¿Qué se puede hacer? ¿Qué podemos hacer?” Y así era en efecto. Delirante y silencioso, como su pintura. Su inmensa carga conceptual, de corrimientos de mares y montañas, lo presionaba cada vez más, como a un proyectil a punto de estallar.
Era previsible el desenlace. Pero ¿cómo detenerlo? ¿Internándolo con la mayor celeridad? ¿Cuánto tiempo se lleva denunciar todo eso ante una administración, que pide tantas justificaciones para proceder? No pudo hacerse nada. El novelesco y enigmático pintor moría trágicamente, como si todas las descargas cósmicas invocadas por él lo calcinasen con su luz de creación y destrucción. Ésta es toda la leyenda de Enrique Gran. Ahora, aquella intensa vida interior es todo un misterio. No sabemos bien quién es Enrique Gran, quién fue, por qué llegó a pintar así, cuál fue el misterio que le hizo vivir y morir.
Sólo sabemos de la fuerza creacional que anima sus más deslumbrantes e inquietantes pinturas, las de un contemplativo Apocalipsis sin dolor. ¿Quién lo está presenciando? El último secreto del romántico Gran, puede que sea este: el arte es sugestión, y Gran nos sugestiona para que miremos sus paisajes desde un punto de vista bien original: el que pudiera tener el propio Dios, muy tranquilamente instalado en un búnker de autoprotección contra sí mismo. No deja de ser fuerte este juego, arriesgado y romántico. Y una fuente de alucinación, tanto para el coleccionista de la buena pintura, como para el más desinformado espectador.
Francisco Nieva. Miembro de la Real Academia de la Lengua
Madrid, 6 de diciembre de 2004