ENRIQUE GRAN-JOSÉ DE CASTRO ARINES (1967)
Exposición realizada en la Galería Juana Mordó de Madrid.
Una apurada, agitada, complicada y honda obra de Gran, inmersa en la vida, y así bañada en cada ocasión en un distinto río, grave y humana siempre.
Una pintura fiel a todo un carácter. Por ello, por tal condición, entrañablemente viva. Es uno de los graves quehaceres de Gran éste de vivir humanamente, los pies en la tierra; el pensamiento, todo acción. Esa agitada compostura de la obra de Gran, ese inquirir el ser de las cosas, de la piel y del aire en que respiran a su intimidad; esa perplejidad con que mi amigo Enrique Gran descubre lo que es de tocar y lo que es de soñar en las cosas… Los pies en la tierra, sobre roca.
Desde ahí, ante los ojos abiertos, el mundo complicado; el pensamiento taladrando el aire, hurgando en el zurrón de sus promesas infinitas, allí donde se agazapan las cosas poéticas impresas en las cosas universales, arquitecturas, con el material más diverso, mensurables unas y como de humo otras, entre las que figuran aquellas cosas que ya para Keplero se habían de entender como místicas y que no eran ni más ni menos que las órbitas celestes.
¡Qué maravilla! De donde resulta que no hay distancia entre lo que es real y lo que es fantástico; entre lo que está encerrado en mi mano y el fantasma que en tal encierro se activa. Y así, Gran describe por su pintura que la realidad –la que está en mi mano
doblemente oculta- se manifiesta bajo y sobre su carnosidad, acariciándole la piel, bailándole las gracias a su alrededor, o enterrándole el bisturí en la entraña.
De todo tiene esta polaridad real del ser y del no ser de las grandes y pequeñas cosas. Y como Gran lo sabe y aplica tal saber a su inventiva, yo llamaría a Enrique Gran de surrealista, si al surrealismo se le considerase del modo que ciertamente es y se le
jerarquizase tal como él verdaderamente se merece, como una de las grandes recreaciones del tiempo que nos toca vivir: el tiempo que empareja a Bretón y a Einstein, y no pare usted de contar.
El Dios teresiano andador entre los pucheros, es el Dios que, aplicando sus querencias al arte, hace por igual insignes a la victoria samotrácica y a la olla exprés. Por eso, por tal condición, lo que importa es enterarse de que ni el filo de una navaja puede abrir distancie entre lo que es real en su visibilidad y lo que es real en su magicismo, tal como Gran lo describe y yo veo en su inventiva.
José de Castro Arines