Un personaje de las películas de aventuras. Víctor Erice (2005)
Texto recogido en el libro “El hacedor de sueños”, publicado con motivo de las exposiciones homenaje a Enrique Gran. Centro Cultural Caja Cantabria, Santander, 2005. Palacio de Caja Cantabria, Santillana del Mar, Cantabria, 2005. Centro de Estudios Lebaniegos (Iglesia de San Vicente), Potes, Cantabria, 2005.
UN PERSONAJE DE LAS PELÍCULAS DE AVENTURAS
Conocí a Enrique Gran en el otoño de 1990, a los pocos días de comenzar en Madrid la realización de El sol del membrillo. Enrique acababa de regresar de uno de sus viajes a Santander y, de la mano de Antonio López se incorporó al rodaje una mañana, con una espontaneidad y una entrega admirables. Su aspecto físico hacía honor a su apellido. Viéndole por primera vez aparecer avanzando a grandes zancadas por la calle Poniente –macuto de cuero al hombro, vestido con una camisa de explorador y un pantalón vaquero, la cabeza cubierta con una gorra de visera que le daba un aire de marinero en tierra– tuve de inmediato la impresión de encontrarme ante un personaje de una de aquellas películas de aventuras que alegraron mi infancia. Así que creo no exagerar si afirmo que nunca un artista pintor metido en faena delante del ojo implacable de una cámara cinematográfica tuvo mejor compañero de viaje.
En efecto, su presencia en la película se reveló pronto como muy importante, de manera especial en la rememoración que Antonio López y él hacían de ciertos años de su juventud, los del nacimiento de su amistad al comienzo de la década de los 50, siendo ambos alumnos de la Escuela de Bellas Artes de Madrid. El recuerdo de Enrique de esa época estaba en general marcado por la melancolía, ante cuyos posibles efectos paralizantes acostumbraba a reaccionar invocando la tarea pendiente, como si consciente de la fugacidad del tiempo se sintiera emplazado. Una melancolía turbadora, sí, pero también creadora, que, en cuanto a El sol del membrillo se refiere, cristalizó en su emocionante evocación de una fotografía tomada por Conchita, una compañera de estudios, para la cual Antonio López y él habían posado a la puerta de la Escuela de San Fernando. Su deseo de recuperar esa imagen perdida para así poder mostrársela a Antonio –y a los espectadores también–, le llevó a emprender la búsqueda de su autora, de la que únicamente sabía que residía lejos de Madrid, en un lugar impreciso de la costa de Levante.
Multiplicando sus pesquisas a medida que transcurría el rodaje, cuando pudo dar al fin con su paradero, descubrió que Conchita, afectada por una grave enfermedad, había muerto pocos días antes, justo cuando él, delante de la cámara, la recordaba una y otra vez. Por respeto a su dolor no quise incluir en la película este triste desenlace. En el relato cinematográfico la búsqueda de la foto quedó sin resolver: el espectador nunca pudo ver la imagen. De ella sólo permanece su reflejo, el testimonio de Enrique evocándola para Antonio: –“Era una foto muy bonita. Estábamos los dos en la puerta de la Escuela. Y de frente Conchita nos hizo la foto.
Me impresionó mucho porque el gesto de ambos era el mismo, o sea, el de la pasión por el arte y la losa que llevábamos encima de no tener un duro…”. Es evidente que en la memoria de Enrique la fotografía de Conchita estaba dotada de un aura que dibujaba en la expresión de los rostros de Antonio López y él la huella original de la vocación. O lo que es igual: el signo inequívoco de una forma de destino capaz de superar todas las pruebas de la realidad, y que proyectaba una figura de estirpe romántica, la del héroe pintor. Una figura ejemplar, de rasgos novelescos –que Nieva ha puesto oportunamente de relieve en un reciente y magnífico artículo1–, a la que Enrique Gran en más de un aspecto, fue siempre fiel. El final –trágico– de su vida confirma este signo de su carácter: encerrado en su piso madrileño, fuera del mundo, pintando y pintando sin parar.
Yo mismo pude comprobarlo cada vez que le visité en esos últimos años. Prendido de una visión interior, sus cuadros crecían a su alrededor a un ritmo vertiginoso, amontonándose por todas partes. En aquel lugar ya solamente existía espacio para la pintura; todo lo demás había quedado fuera. Embarcado en un proceso de ensimismamiento radical, refugiado en un silencio –“delirante y silencioso, como su pintura”, ha escrito Nieva– difícil de romper, el artista había echado a andar sin volver la vista atrás, decidido a cumplir el destino que él mismo, en un gesto único y juvenil, trazó en el aire un día: vivir y morir pintando.
Víctor Erice. Director de cine
Madrid, 8 de enero de 2005