Enrique Gran-Francisco Nieva (1998)
Exposición celebrada en el Centro Cultural Conde Duque de Madrid.
EL TRUENO SILENCIOSO
Texto para el catálogo de la exposición de Enrique Gran.
Centro Cultural Conde Duque, Madrid. 1998 Escribí hace un tiempo que los paisajes abstractos de Enrique Gran no son parangonables con nada. Esta pintura meditativa, profusa de intencionalidad dramática, no es fácil de describir. La materia en los cuadros de Gran está ahí, untuosa, nutrida, preciosa y hasta preciosista, pero las formas y podríamos decir que los temas –aunque abstracta es una pintura temática, apoyada en una espina dorsal expresionista– son imágenes telúricas y planetarias. Plenas de energía se desplazan luminosas, al rojo vivo, en áreas inmensas, cuya calma contrasta con ese movimiento. Parece que asistimos con ellas a un impulso de la materia en formación. Ese retrato fiel de algo que no vemos en la realidad del mundo cotidiano –pero sentimos como un vértigo de asombro, sobrecogidos por su grandeza– lo “reconocemos” en estos cuadros con facilidad. Gran ha levantado ante nosotros un fantasma de la realidad más intensa, de una realidad que llevamos dentro. Gran pinta luminosas catástrofes, que objetivamente no serían sino objetos dinámicos que evolucionan y se transforman en la naturaleza. Así lo vemos en estos cuadros, que miran todo eso desde un formidable observatorio –ocupado en este caso por el espectador desde el cual, fuera de peligro, podemos decir: “Qué bello movimiento de, tierras, que tierno nacimiento de una fuente mineral de fuego”. Para Gran, el universo es un teatro donde se producen esos atroces e intimidantes fenómenos de vida, sentidos con extraordinaria precisión. Los cuadros de Gran truenan en silencio. Truenan y aun aúllan, porque son como grandes aullidos místicos. Gran se ha encontrado, ha traducido, muñido y puesto a punto y al alcance del espectador una “realidad rota”, expuesta como un interminable caleidoscopio, con una imprevisible variedad dentro de su repetición. Tampoco es fácil definirlo como pintor, lo que ya garantiza su rareza y originalidad. ¿Surrealismo, expresionismo abstracto o informalismo mágico? Porque la extraña impresión de realidad, de que existe un aire, un espacio, unos confines, unos horizontes no se puede obviar al considerar estos cuadros, abstractos e ilusionistas a la vez. No era ése el objetivo primero del movimiento abstracto, en extremo formalista. Por el contrario, esta pintura es descriptiva, incluso ambientalmente, de una visión perfectamente soñada. Tienen el énfasis de las apariciones trascendentes, visiones que hubiera podido tener Moisés, para testificar sobre la terrorífica grandeza de Dios, imágenes también de un apocalipsis inexorable, pero visto por un ser distante. Cuando enjuicio a un pintor tan raro, quiero imaginarme cómo lo aprobarían muchos artistas del pasado. Hubieran apreciado sus cuadros Leonardo, Archimboldo, Turner, los visionarios simbolistas, como Gustave Moreau u Odilon Redon. No cito pintores españoles, porque éstos no han sido visionarios hasta muy entrado el siglo XX. La intención de este mensaje tan particular “se entiende” a la perfección, comunica por medio de muchos elementos románticos y con una contundencia presuntamente realista, definiendo un paisaje interior “Paisaje mental con accidente” podrían llamarse todos los cuadros de Enrique Gran. Es mi opinión que esta pintura no ha sido apreciada en todo su valor material y espiritual y dada de lado por los movimientos más radicales, cuya voluntad era despojar de representación al cuadro, para dejarlo convertido en objeto arcano, de trabajoso acceso, que no imprima sobre el espectador un sentimiento definido y claro, como no sea rigurosamente plástico. Esa total esencialización marca la objetiva “deshumanización del arte” que definió Ortega, no sin un cierto estupor contrariado. La pintura de Gran aún es humana y humanista, su mensaje a la vez que “enorme” es sencillo y directo, aún hay algo de “dantesco” en la obra de este pintor alucinante. Probemos a poner a La virgen de las rocas de Leonardo ante un paisaje mental de Enrique Gran. Nos podemos llevar la sorpresa de que ese paisaje mineral y en acción, armoniza perfectamente con pintura tan exquisita.
La materia pictórica de Gran no puede ser más densa y rica de matices, basada en una indefinible armonía tonal. Luces opalinas, densas neblinas, figurados arrastres de materia que son perfectos trompe l’oeil de verosimilitud, como de algo que ha sido “copiado”, traducido a términos plásticos con mucho esmero. La impresión de que estamos contemplando una “verdad” que no existe, lo repito, sitúa a Enrique Gran en un estante aparte.
Como lo excepcional –que parece ser la regla de mucho arte moderno, anquilosado de “fundamentalismo” abstracto– obliga a que todo se nos ofrezca como excepcional –pero de aburrimiento en la mayor parte de los casos– lo verdaderamente excepcional se disimula mucho, se repliega modestamente, se oculta y hay que esforzarse mucho en buscarlo. Lo excepcional no se encuentra de la noche a la mañana, no se invoca ni convoca cuando se quiere. Aparece, se le aparece a muy pocos artistas, mediante un trabajo largo y esforzado. Gran es de aquellos pocos que tuvieron “una revelación” de perfiles muy definidos y ha pasado toda una vida afinando sus posibilidades, entregándole toda su energía. Toda su energía puesta al servicio de una representación muy gráfica y plástica de la energía en sí. – “Ahí va esa fuerza ¿Quién me la manda?” –“Es un misterio de tu percepción y, así, has conocido lo que no han podido conocer muchos otros, pero les darás un trasunto fiel por medio de pinceles, espátulas, colores. Eres pintor porque así lo ha querido la fatalidad y tu vocación es filosofar con el pulso, pensar con los sentidos, sentir planos que avanzan y retroceden, percibidos por un radar mental capaz de dramatizar esas cosas. Es un modo de ser, no puedes pintar de otro modo y estás obligado a dar fe de ese mundo que corre sencillamente por tus venas”. Sirva este imaginario diálogo para definir que los pintores de su especie segregan pintura por todos los poros de su cuerpo, como otros pueden ser reumáticos o diabéticos.
Como denso pintor que es, obliga Enrique Gran a afinar mucho sobre la percepción justa de su pintura. No digo que la más justa sea la mía, pero yo me sitúo en el mismo plano que cualquier espectador común, que entiende someramente de pintura, pero se siente atraído por ella, sin prejuicios de escuela, poco impresionado aún por lo que se considera vanguardia, más bien impuesta por un comercio, que lanza amañadas revelaciones y sorpresas a troche y moche. Un espectador al que no le dice nada lo que nada tiene que decir, sino que es forma y es manera de representar, sin representar nada en concreto, al que le aburre esa pura afirmación material. Ese espectador ecléctico y vulgar pretendo serlo yo y, en tal disposición, la pintura de Gran me sorprende siempre, me propone una forma de mirar esa realidad que no existe, pero cuya imagen precisa se encuentra ahí, consignada en un cuadro. La veo lo mismo que se le ha aparecido al pintor y, sin saber enteramente lo que es, “la entiendo”. Mi imaginación puede cabalgar sobre una buena montura, se me entrega una idea para que yo la complete subjetivamente. Lo esencial es que esa idea plástica haya tenido lugar y haya sido el germen de toda esta pintura espacial y tonante, que hoy se extiende a la consideración del espectador madrileño en el Centro Cultural del Conde Duque.
Francisco Nieva